Decir, y repetir, que el casco histórico de Cáceres es una auténtica maravilla, como decimos todos, es decir una verdad incuestionable. Como también lo sería decir que, desgraciadamente, nuestra “parte antigua”, es la gran desconocida de un grandísimo número de cacereños.
Recorrer el casco histórico de Cáceres, es dejarse atrapar por los sentidos, dejarse seducir por la magia que supone escuchar los silencios de sus plazas, calles, esquinas y revueltas. Un silencio místico solamente perturbado por el tañer de campanas o el crotorar de cigüeñas. Es la sensación de encontrarse frente a frente con la Historia.
Una historia prendida en las bellas aristas del duro y patinado granito; en el que portaladas, blasones, ajimeces, yelmos y lambrequines, se trenzan con arrogancia de orgullo feudal, matizado de gracia mudéjar o de esplendor renacentista, como bien describió Muñoz de San Pedro.
Una historia escondida entre sus más de 1250 representaciones heráldicas; entre sus numerosas y variopintas leyendas de Cristos, gallinas de oro, galerías subterráneas, gárgolas y amores imposibles; en los cementerios empedrados que pisamos, o en paredes de restos óseos que tocamos.
Una historia que, en su conjunto, es hoy Patrimonio de la Humanidad. Pero que, para seguir siéndolo, ha de ser antes de los cacereños, como bien se dijo entonces, que somos los primeros que tenemos el deber de amarla, vivirla, respetarla y protegerla. Y, para ello, lo mejor que podemos hacer, sin duda alguna, es conocerla y penetrar en su esencia. Y enseñársela a nuestros hijos; y pasearla; y escuchar el silencio de sus rincones; y disfrutarla; y dejarnos llevar por la magia de la historia que la misma piedra al tocarla nos transmite.
Tenemos una maravilla a nuestro alcance. Que no nos lo cuenten.
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